8 ago 2015

El sol de lava


Cuando era niño vivía con mi familia en la casa del valle. Éste discurría entre dos vertientes que serpenteaban acompañando el curso del río de norte a sur entre enebros y pinares; en un remanso frente a la casa se elevaba majestuoso un álamo negro que cuando soplaba brisa movía sus hojas en una danza suave que te atrapaba quedando hipnotizado y despertando con todas las heridas del alma embalsamadas o curadas. Cada amanecer, al suroeste, una leve mancha dorada descendía como una lava suave que inundaba la ladera  hasta que llegaba al fondo; entonces en un estallido silencioso aparecía el sol tras las montañas del nordeste y el valle resplandecía de una luz blanca.

Aquella terrible mañana la luz tenue de los primeros rayos descendía por la ladera como cada día pero al tocar el valle el sol no explotó como siempre tras las montañas del nordeste si no que apareció un globo anaranjado que tiño todo del color del fuego, el cielo estaba cubierto por una pátina de sombra y el aire  era espeso y olía a muerte. Dejó de escucharse el canto de los pájaros, todo se oscureció y el valle se tornó infernal.

Mis padres montaron a los los perros en la parte de atrás de la furgoneta y huimos en sentido contrario a las llamas. Al mirar atrás pude ver al álamo rodeado como una presa entre la jauría que lo devora. Esa fue la última vez que lo vi. Aquella noche intenté dormir en una colchoneta en el campo de baloncesto de un polideportivo lleno de gente pero cada vez que cerraba los ojos, solo veía muerte, desolación, tinieblas y aquél globo naranja que se derretía en lava y caía como lluvia de fuego arrasándolo todo. 

No recuerdo el tiempo que estuve allí pero me juntaba con un niño de mi edad con el que pasaba largos ratos. Desde el primer momento que estuve con él tuve la sensación de que era presa de alguna enfermedad. Lo supe por que no podía ver lo mismo que yo. En lo que yo veía un árbol donde los pájaros construían nidos donde alimentar a su crías, él veía madera para construir muelles donde amarrar barcos. Donde yo veía animales él veía comida. Si le hablaba de mis juegos, me preguntaba cuanto me habían costado. El pobre no sabía que bañarse en el río, lanzar una piña a Porthos, o subirme al álamo no me costaba nada, al contrario era placentero y disfrutaba haciéndolo. 

Aquella mañana el sol penetró por los altos ventanales del polideportivo. Las puertas se abrieron de par en par y aparecieron al contraluz dos figuras que penetraron en la estancia dejando una explosión de luz a sus espaldas, avanzaron entre las colchonetas hasta donde dormía mi amigo y llevaron detenido a su padre. Le vi abrazado a su madre con los ojos secos. Fue entonces cuando estuve convencido de su enfermedad y sentí mucha tristeza por él. 

Hoy vivo en otro valle distinto donde hay otro río que discurre sinuoso por una garganta donde tardan en llegar los primeros rayos del sol. Athos a sustituido a Porthos y puedo hablar de todo con nuestros hijos; nos entendemos con ellos por que al mirar a nuestro alrededor vemos las mismas cosas y todo tiene para nosotros el mismo significado, no confundimos el precio y el valor de las cosas, sabemos que lo que más valor tiene, en la vida, no cuesta nada, es gratis, es un maravilloso regalo.

(A mis sobrinos Samuel, Ada, Carla y Ruth)



(Cuentos de Carmen Domínguez)

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